lunes, 26 de abril de 2010

J. Rodolfo Wilcock, atento lector

En su libro Hechos Inquietantes, Juan Rodolfo Wilcock –poeta en español, prosista en italiano- se dedicó a registrar una sucesión de artículos “raros” extraídos de la prensa diaria de una gran cantidad de periódicos, fundamentalmente europeos. Con afán de coleccionista pero con artes de comentador, Wilcock compiló el muestrario en este libro único, inclasificable, la típica pieza que los libreros no saben dónde ubicar en sus estantes, optando por relegarlo a la sección “Varios” (ASUNTO LITERARIO recomienda fervientemente la visita de esas secciones, rincones edilicios donde moran las ratas y el polvo, además de los inclasificables).
Cada breve entrada de Hechos Inquietantes puede provenir de la sección dominical de un periódico romano como del suplemento científico de un pasquín barrial de España. El culto de la moda, la presencia de vida extraterrestre, las nuevas corrientes musicales, la escritura como profesión y hasta las propias miserias del periodismo se dan cita en esta obra de Wilcock, un autor de por sí inclasificable si nos atenemos a ese retrógrado, naftaliniano, concepto literario. Sobre este punto, Wilcock se inscribe en una gran tradición de prosistas, otra vez, fundamentalmente europeos, que tienen su inicio (arbitrario, claro está) en los ensayos de Alfred Döblin y concluye (elevado al paroxismo) en la sección más radical de la obra de Robbe-Grillet. El propio Wilcock sentó escuela. Su libro La sinagoga de los iconoclastas, por ejemplo, es un claro antecedente de La literatura nazi en América, del consagrado Roberto Bolaño. Las increíbles biografías de científicos e inventores que Wilcock recopila en la que, quizas, sea su mejor obra, es una suerte de abuelo genial y genuino de las biografías literarias de escritores infames craneadas por el chileno. El mismo Bolaño, que siempre reconoció sus influencias (otro término hoy día relegado por la Academia al ámbito de la Prehistoria), destaca en La sinagoga el particular humor de Wilcock: “La prosa de Wilcock, metódica, siempre certera, discreta aunque trate temas escabrosos o desmesurados, tiende hacia la comprensión y el perdón, nunca hacia el rencor. De su humor (pues La Sinagoga de los iconoclastas es esencialmente una obra humorística) no se salva nadie".

Traducciones modernas (*)
En ciertos ambientes universitarios de los Estados Unidos se ha puesto de moda y traducir los clásicos latinos como hizo Ezra Pound con Propercio, pero mucho más libremente. Un ejemplo reciente lo encontramos en las Poesías Completas de Cayo Valerio Catulo, traducidas por Frank O. Copley y publicadas por la Universidad de Michigan. Copley observa en su prefacio: “¿Quién fue Catulo? Un rebelde, un radical, un experimentador, un innovador, un pionero. En Roma, en aquellos tiempos, había muchos como él”. Según Copley, el rebelde Catulo escribía así:

Hay como te digo, viejo, viejo mío
Te vendrá bien una buena comida
?
qué
será
de MI
bien
bien, mira esta billetera
sí, ésas son telarañas
pero oye
yo también te diré algo
I CAN´T GIVE YOU ANYTHING BUT LOVE, BABY


(*) - De Hechos Inquietantes, de J. Rodolfo Wilcock, Editorial Sudamericana, 1992, traducción de Guillermo Piro).

sábado, 10 de abril de 2010

Barthes (II)

En su libro sobre Roland Barthes, Jhonatan Culler asegura que para el escritor francés "lo novelesco es la novela desprovista de tramas y personajes: fragmentos de observación astuta, detalles del mundo como portadores de significado de segundo orden". No otra cosa parece ser esa suerte de diario llamado Noches de París, donde Barthes, cansinamente pero con precisión de estadígrafo, registra sus veladas nocturnas en una ciudad iluminada por el arte, la sofisticación y el sexo. Un Barthes a punto de cumplir los sesenta y cuatro años – y unos meses antes de que el camión de una lavandería lo atropellara y lo matara – va desgranando sus reuniones en apacibles bares de escasa concurrencia así como sus encuentros sexuales con jóvenes fornidos que venden sus servicios en los bulevares. Cada entrada perfila el capítulo de una novela sumida en lo cotidiano, ligeramente encadenada por sucesos mínimos donde la presencia cercana de la vejez y el ineludible compromiso intelectual tejen un manto que cubre todos los días – y especialmente las noches – de R.B.
En la entrada del 28 de agosto de 1979, Barthes escribe:
Siempre esta dificultad para trabajar por la tarde. Salí hacia las seis y media, sin rumbo fijo; vi en la calle de Rennes a un nuevo chapero, con el pelo tapándole la cara, y con un pequeño aro en la oreja; como la calle B. Palissy estaba completamente desierta, hablamos un poco; se llamaba François; pero el hotel estaba al completo; le di el dinero, me prometió que volvería una hora más tarde, y, naturalmente, no apareció. Me pregunté si me había equivocado de verdad (todo el mundo exclamaría: ¡darle dinero a un chapero por adelantado!), y pensé: puesto que en el fondo no me atraía tanto como eso (ni siquiera me apetecía acostarme con él), el resultado era el mismo: haciendo el amor, o sin hacerlo, a las ocho me habría hallado otra vez en el mismo lugar de mi vida que antes; y como el simple contacto de los ojos, de la palabra, me erotiza, este goce es lo que he pagado”.
En Noches de París, Roland Barthes ensaya la novela de lo cotidiano con las claves de su propia existencia. Se trata de uno de sus textos más personales y más engañosamente biográficos. Por eso mismo, su carácter complementario, misceláneo y, al mismo tiempo tan cercano, lo convierten en una privilegiada nota al pie para una de las Obras más importantes del siglo veinte.

martes, 6 de abril de 2010

Metanovela policial

Anthony Boucher firmó algunos de sus libros como H.H. Holmes (en referencia a un asesino serial que causó pavor en los Estados Unidos de finales del siglo XIX) y fue, entre otras cosas, amigo personal y suerte de mentor y tutor literario de otro gran novelista estadounidense, Philip K. Dick.
Para el número 136 de la mítica colección El Séptimo Círculo de la Editorial Emecé, la dupla editora conformada por Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, seleccionó la novela El siete del Calvario, el primero de los libros escritos por Boucher y, acaso, uno de sus mejores títulos. La elección de los argentinos no fue en absoluto casual y trascendió las – en sus cuatro manos – elásticas convenciones del género (no olvidar que en la colección conviven Julian Symons con Anton Chejov y Manuel Peyrou con Wilkie Collins, entre otros) para presentar en sociedad – o ante el público español – una novela que, a medida que desgrana su sólida trama, se dedica a reflexionar sobre los giros y artificios del propio concepto de novela policial.
El siete del Calvario narra un misterio de habitación cerrada permitiéndose la incursión de diversos niveles de ficción que, además de reclamar continuamente la atención del lector, no deja de presentarse como lo que en verdad es: un mecanismo mental que encierra un problema, una búsqueda y una resolución. La muerte de un académico visitante en la Universidad de Berkeley y la aparición de un extraño signo junto al cadáver disparan la investigación – por momentos involuntaria – que llevan adelante el estudiante de alemán Martin Lamb y el profesor de sánscrito John Ashwin.
Un diálogo entre un ya veterano Lamb y su amigo Tony (acaso el propio Anthony Boucher) es el sistema empleado por el autor para evocar y representar el caso ante el lector. Lamb, adicto consumidor de novelas policiales (que lee hasta la mitad para luego construir su propia solución de la forma más histérica y concienzuda) es, también, el improvisado traductor de una versión de Don Juan escrita por José María Fonseca en el siglo dieciséis, cuyos ensayos se van narrando de forma paralela a la investigación del crimen. Boucher elabora así una suerte de puzzle de realidades superpuestas para largar a su asesino y sus eventuales víctimas buscando, antes que nada, reflexionar sobre el género.
La clave del proyecto literario de Boucher en El siete del Calvario está sabiamente expresada por el profesor Ashwin en las primeras páginas: “Lo vocingleramente claro es lo que desafía a este mundo confuso que elige lo muy posible como preferencia a la verdad evidente. Este ‘muy posible’ rara vez está enteramente equivocado, es simplemente confuso. Y la verdad puede surgir con mayor facilidad del error que de la confusión”.
La novela Crímenes imperceptibles, publicada por el escritor argentino Guillermo Martínez en el 2003 (posteriormente filmada por Alex de la Iglesia como Los crímenes de Oxford) le debe algo más que el ambiente académico de un asesinato a la novela que escribiera Anthony Boucher en 1937. En ambas obras, el mecanismo es desmontado con diferente fortuna. Que sea el lector quien dirima estos asuntos.