lunes, 20 de febrero de 2017

‘Escritores norteamericanos’, de Ricardo Piglia

Dándole duro a esos gringos

Doce perfiles de escritores estadounidenses y el breve ensayo ‘Cuentos policiales norteamericanos’ integran el último libro que Ricardo Piglia publicara en vida, un cuidado volumen editado por Tenemos las Máquinas. El libro trasciende la mera acumulación de estampas y se constituye en toda una forma y una postura de leer la literatura de un país.

Martín Bentancor

En alguna conferencia dedicada a la novela y la traducción, Ricardo Piglia supo contar, con su estilo discursivo único, cargado de pausas y puntualizaciones, la visita que en algún momento del agitado siglo diecinueve, el general Lucio Mansilla le realizara al general Bartolomé Mitre. El dueño de casa hizo esperar unos minutos al visitante y, cuando finalmente lo atendió, le ofreció las disculpas del caso, diciéndole que se encontraba traduciendo La Divina Comedia. “Muy bien”, fue la respuesta de Mansilla, “hay que darle duro a esos gringos”.
La anécdota, más allá del remate alentador del autor de Una excursión a los indios ranqueles, permite ilustrar algunos aspectos no solo de la figura del traductor sino de la relación que se genera entre los hablantes de un idioma y la literatura que, escrita en otra lengua, es volcada a la lengua nativa. En el caso de la literatura norteamericana, todo se problematiza un poco más debido a que el corpus de textos proviene de las entrañas mismas del monstruo-sistema capitalista (insertar aquí el símbolo que se desee), a saber, de un país que siempre representará, para una parte de la población de estas desoladas colonias, una suerte de enemigo pero, también, una central que produce, empaqueta y distribuye un porcentaje importante de la cultura que consumen los propios colonizados.
Si hay que buscar un posible nacimiento de la literatura norteamericana en las obras poderosas de escritores como Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Bret Harte y Mark Twain, por nombrar a los de manual digamos, mucho más compleja es la tarea de establecer la línea de los continuadores y los rupturistas del siglo siguiente, la prodigiosa centuria en la que el país dominado ahora por un bufón demente que en los hechos está demostrando ser más lo segundo que lo primero, se llenó de creadores originales que, de diversas maneras y con los más variados estilos, se dedicaron a contar esa compleja Norteamérica que, entre otras cosas, ya engendraba en las entrañas el germen de su actual decadencia.
La pequeñez física del libro Escritores norteamericanos, que apareció en librerías un par de semanas antes de la muerte de Ricardo Piglia, ocurrida el pasado 6 de enero en Buenos Aires, llama al engaño del lector apresurado, pues sus setenta y ocho páginas alcanzan para trazar un mapa lúcido y preciso de la gran literatura norteamericana del siglo veinte, con lo que se revela otra prueba de la maestría de su autor, quien en conferencias, ensayos y en sus propias ficciones, trabajó como pocos la noción de fragmento, de idea escapada del malón de pensamientos, brotes nunca aforísticos de análisis e inspiración para leer y comprender determinados fenómenos literarios.




Doce autores
Escritores norteamericanos fue escrito, en realidad, cincuenta años atrás, como una serie de presentaciones breves de los autores de los cuentos que integraron el libro Crónicas de Norteamérica, publicado por la Editorial Jorge Álvarez en 1967, a saber: ‘Jugando al bridge’, de Ring Lardner; ‘Manos’, de Sherwood Anderson; ‘Solo los muertos conocen Brooklyn’, de Thomas Wolfe; ‘Dos soldados’, de William Faulkner; ‘Domingo loco’, de Francis Scott Fitzgerald; ‘Una carrera de persecución’, de Ernest Hemingway; ‘Pasión de pleno verano’, de Erskine Caldwell; ‘La cara contra el suelo’, de Nelson Algreen; ‘Una guitarra de diamante’, de Truman Capote; ‘¿Por qué no pueden decirte el porqué?’; ‘El indio’, de John Updike y ‘Esta mañana, esta tarde, tan pronto’, de James Baldwin.
Lejos de escribir las deslavadas presentaciones de autores que suelen aparecer en muchas antologías que salen año tras año al mercado (fecha de nacimiento y muerte, acumulación de títulos publicados y la mención a algún premio), Ricardo Piglia opta por elaborar un particular perfil del autor, ramificando el estilo en cada caso para no caer en una fórmula básica y elemental. En sus semblanzas se encuentran muchos de los datos que aparecen en cualquier biografía del autor en cuestión pero, también, Piglia propone, elabora y desarrolla elementos nuevos para enfrentar las obras, sin caer nunca en el lugar común, lo que es especialmente destacable en alguien que, al momento de escribir los textos no había cumplido aún veintiséis años, chapoteaba con la publicación de su primer libro y, tal como cuenta en Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, hacía malabares con los pocos pesos que le entraban por trabajos variados y puntuales, alejados de cualquier tipo de estabilidad económica.
En la presentación del relato de Francis Scott Fitzgerald, por ejemplo, Piglia capta en un párrafo la esencia trágica que conforma el sustento humano del autor de Al este del paraíso: "Magullado por volar tan arriba, por revolotear hasta las lámparas y golpearse contra ellas, Scott Fitzgerald nos trajo algo de aquella luz que había tocado. 'The Great Gatsby', algunos cuentos, 'Tender is the Night' y su extraordinaria 'The Crack-Up' son una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión. Todos son, también, una premonición de su destino. El fracaso (viene a decirnos Fitzgerald) está en el corazón de la esperanza, en lo más ahincado del amor se agazapan la pérdida y el olvido: toda vida es un proceso de demolición". O en el impresionante texto sobre Sherwood Anderson, presentado como un relato en sí mismo, Piglia hurga en las razones que llevaron al exitoso gerente de una compañía a largar todo para dedicarse a la escritura: “Prototipo del self-made writer, Anderson (Nacido en Ohio en 1876) abandonaba las respetables seguridades que él mismo se había construido y se lanzaba, de un modo incierto y atropellado, a la aventura de la literatura: establecido en Chicago, a partir de 1914 empieza a publicar cuentos en diarios y revistas. Esta huida, este abandono del ‘orden burgués’ (que define su vida) será el tema central de su obra”. Y por último, cito acá un párrafo de la semblanza que Piglia le dedica a Thomas Wolfe, tal vez el más grande de todos los escritores presentes en la antología, y que tiene en su capacidad de concreción mucha más fibra y espíritu que la película pueril que Hollywood le dedicara al vínculo del autor de Del tiempo y el río con el editor Maxwell Perkins (Genius, Michael Grandage, 2016): “Fausto moderno, intentaba lo imposible: hacer entrar el mundo entero en esas grandes sábanas de papel, convertir la masa amorfa de sus temas en una valoración cualitativa de toda la vida norteamericana. La muerte lo paró a mitad de camino, pero sus libros son los más ambiciosos, los más voluminosos, los más insolentes, originales y retóricos de la historia de la literatura norteamericana”.

El autor de las notas
En los meses durante los cuales trabajó en las notas para el libro Crónicas de Norteamérica, Ricardo Piglia leyó muchísimo sobre los autores en cuestión. Rastreó biografías y entrevistas, buscó antiguas traducciones para compararlas con las que emprendieron los traductores de los cuentos del volumen, elucubró sobre las motivaciones y los entornos en que fueron escritos los relatos, se quedó desvelado varias noches pensando en la influencia de William Faulkner en un montón de autores argentinos y siguió pensando en alguno de los doce mientras esperaba a Julia, su pareja de entonces, de la vuelta de la casa de empeños, sitio al que había ido a cambiar por unos pesos los discos de Brahms.
En el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi se asiste de primera mano a las idas y vueltas del proceso de la escritura de las notas, así como a la aparición de La invasión, el primer libro de Piglia. Es interesante apreciar, además, como este lector omnívoro y pertinaz, acostumbrado a no quedarse nunca con las verdades de manual, incansable fatigador de subrayados y relecturas, nutre sus propia escritura de las elucubraciones que le va generando el texto impreso, al tiempo que continúa pensando en ciertos asuntos. En una entrada de su diario, fechada el sábado 2 de mayo de 2015, mientras trabajaba en la edición de Escritores norteamericanos, e incluida en el prólogo de este volumen, Piglia escribe: “He agregado al conjunto de retratos de escritores norteamericanos el prólogo a una antología de cuentos de la serie negra. Lo escribí unos meses después para la colección de libros policiales que empecé a dirigir al año siguiente en la editorial Tiempo Contemporáneo. Siempre he visto a los escritores del género como parte de la tradición de la literatura norteamericana”.
Sobre el final, quiero destacar la exquisita decisión editorial de Tenemos las Máquinas de incluir en el volumen tres fotografías de Walker Evans (1903-1975), siguiendo un pedido especial del propio Piglia. Insertadas en diferentes partes del libro, las fotos, de un blanco y negro estremecedor, le aportan al conjunto una pátina perturbadora del Estados Unidos profundo, más oscuro y siniestro en estos días infames, que siempre puede ser releído a través de las obras de sus grandes escritores.  



-Publicado en semanario Brecha el 10/II/2017.

Con el académico rumano Matei Chihaia: lectores, personajes y efectos de lectura

¿El personaje sale o el espectador entra?

Matei Chihaia abandonó por unos días su cátedra europea para viajar a la ciudad argentina de La Plata, en cuya Universidad Nacional dictó, junto a la profesora Raquel Macciuci, el seminario ‘Alegorías y experiencias de la lectura en el siglo XX’. Previo a su llegada a Argentina, Chihaia recaló en Montevideo, donde dialogó con Brecha sobre la conversión del lector en personaje, la autorreferencialidad en la literatura de finales del siglo XX, la cuestión del autor como protagonista en las obras de algunos escritores del Río de la Plata y sobre el llamado “efecto Golem”, el asunto central de su más reciente libro.

Martín Bentancor


La lectura nunca es un hecho ingenuo ni, mucho menos, aislado. Desde la práctica para y por unos pocos lectores en los monasterios del Medioevo, a la lectura transversal que proponen los actuales artilugios virtuales, siempre está presente una tensión entre el sujeto que lee y el material que es leído. Sobre estos asuntos ha venido pensando y escribiendo Matei Chihaia (Bucarest, 1973), doctor en Letras que trabaja en la Universidad de Wuppertal (Alemania) y reside en la ciudad francesa de Lyon, allí donde confluyen los ríos Ródano y Saona.

A primera vista, parece un tema inabarcable el de las experiencias de lectura, especialmente si se las toma como viajes personales, propios de cada lector…
Existe un vínculo entre el tema del seminario de La Plata y el de mi libro (Der Golem-Effekt. Orientierung und phantastische Immersion im Zeitalter des Kinos, sin traducción al español) que es la situación del lector que se ve propulsado y convertido en un actor de la ficción que está leyendo, cruzando el umbral que separa a la realidad de la ficción. Se trata de un tema con el que me topé leyendo a Cortázar, especialmente los cuentos ‘Continuidad de los parques’, ‘Instrucciones para John Howell’ y ‘Las babas del diablo’. Luego descubrí que no se trataba de una invención de Cortázar sino que estaba inspirado en Horacio Quiroga.
Tanto en el seminario como en el libro, trato de diferenciarme de esa larga tradición de los años noventa que habla de literatura en clave de autorreferencialidad. Parece ser que en los años noventa toda literatura hablaba de literatura, del autor, del lector y de la propia obra. Esa obsesión de la autorreferencialidad impedía la mirada más allá del libro y del asunto literario, dejando fuera toda referencia política, por ejemplo. Incluso la propia lectura, si se la concibe desde un costado autorreferencial, deja fuera todos los aspectos materiales y sociales. Si usted abre un libro, se encuentra ante una situación muy real: está frente a un objeto. Y si una obra literaria cuenta esa experiencia de lectura, conlleva unos estratos mucho más profundos que la clave de la autorreferencialidad.

El lector sigue siendo la clave…
Es que a mí lo que me interesa es la educación del lector, que se realiza a través del propio libro. Un lector que, al leer un libro, se encuentra con una imagen de la lectura, no puede quedar indiferente. No digo que cada libro crea a su lector pero, en cierto sentido, cada libro nos remite a una imagen de la lectura, como si nos colocáramos frente a un espejo y nos reconociéramos, o no, en lo que vemos. Y en esa identificación o diferencia, se va gestionando toda una evolución del lector, un cambio.

Aunque usted se centre en los años noventa como sintomáticos de la literatura autorreferencial, el proceso no comenzó ahí. ¿Cuándo ubicaría el inicio del fenómeno?
Los noventa son un momento de auge de esa literatura que, en realidad, comienza en el tiempo del posestructuralismo o estructuralismo tardío, en los años setenta. Allí empieza a hablarse del proceso de interpretación infinito, la dimensión especular de la literatura y la puesta en abismo, a través de una gran cantidad de novelas donde sus personajes son escritores o lectores. Es interesante ver el fenómeno en el contexto político de aquella época, cuando había mucha crítica comprometida y primaba la dimensión política y, ante ese panorama, la autorreferencialidad era, en cierto sentido, una vía de escape hacia una experiencia estética que fuera libre de la carga ideológica.



El factor Quiroga
Quiero volver a su lectura de algunos cuentos de Cortázar a partir del trabajo previo con el autor/narrador en la obra de Horacio Quiroga. ¿En qué obras del escritor salteño encontró el sustento para avanzar hacia su tesis de lectura?
En la obra de Quiroga es posible encontrar la identificación del narrador con el autor. Pienso, por ejemplo, en el cuento ‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’, en el que el narrador lleva el nombre de Guillermo Grant  y en el que, luego de narrar su aventura amorosa, con un final bastante alegre, típicamente hollywoodense, toma la palabra el autor y es Horacio Quiroga el que habla. Así, se nos revela que todo fue un sueño del autor, remarcándose que el cuento está firmado con la propia firma de Quiroga, en lo que es la forma más fuerte de conferir autoridad al relato. En la edición original del cuento, el efecto está reforzado por el hecho de que en la primera página aparece la foto de Quiroga y, al final, su propia firma de forma facsimilar.

Alguien podría decir que se trata de un efecto muy cortazariano…
Sí. En ‘Miss Dorothy Phillips, mi esposa’ hay un nivel que va a retomar Julio Cortázar: la identificación del narrador con el autor, que le insufló vida a muchos de sus cuentos –pienso en ‘Botella al mar’ y, especialmente, en ‘Queremos tanto a Glenda’, donde la experiencia con el cine, a través de la afición por Glenda Jackson es, en realidad, la de Julio Cortázar–.

Algo similar ocurre con otros relatos de Quiroga, como ‘El espectro’ y ‘El vampiro’…
En esos dos cuentos, el umbral entre ficción y realidad, entre autor y narrador, se quiebra de forma mucho más traumática, produciendo un choque que amenaza la vida de los protagonistas. El protagonista de ‘El espectro’, por ejemplo, que también se llama Guillermo Grant, no termina bien, ya que muere cuando una sombra, desde la pantalla, le devuelve el disparo de su propia arma. Lo mismo ocurre en ‘El vampiro’, donde el encuentro del mundo de la realidad con el de la ficción no termina bien.  

En ese cruce de narrador/autor y realidad/ficción, parece inevitable no pensar en Borges.
Quizás la diferencia de Quiroga y Cortázar con Borges es la de que éste le deja más espacio al lector real, proponiendo otro tipo de apertura. Y aunque en Cortázar está la idea del lector cómplice –en ‘Rayuela’, por ejemplo– y en Quiroga está la tarea de escribir para lectores que comparten su experiencia, Borges es un escritor que mira esa complicidad con más recelo. En Borges, la relación entre lector/narrador/autor siempre es más conflictiva. Por eso debe ser que hay tanta gente que odia a Borges. Nadie odia a Cortázar o a Quiroga, pero sí hay gente que odia a Borges. Y eso forma parte del propio juego de la narración borgeana.


El efecto Golem
Los llamados “efectos de lectura” han sido copiosamente estudiados por la academia, siempre a través del eje autor-libro-lector. ¿Cómo se posiciona en ese panorama lo que usted ha definido como “el efecto Golem”?
Antes de referirme al “efecto Golem”, hay que precisar la existencia de dos efectos de lectura previos. Uno de ellos ocurre cuando el lector se proyecta en la obra, como hace Don Quijote, tomándose a sí mismo como un personaje de la ficción y comenzando a interactuar en un universo ficticio. El otro efecto, más antiguo quizás, es el que define Ovidio en el mito de Pigmalión y que consiste en la capacidad del artista de hacer salir del cuadro a la obra y hacerla infiltrar la realidad. Ahora bien, en el siglo XIX aparecen dos figuras claves: Víctor Frankenstein y Madame Bovary. Entre estos dos personajes no hay ningún tipo de camino que los una, porque Frankenstein es el Pigmalión moderno y Madame Bovary es el Don Quijote moderno.

Supongo que todo se complica en el siglo XX…
Así es. En el siglo XX, esos dos efectos tan diferentes comienzan a mezclarse, al punto de que uno ya no sabe con certeza si el marco principal es el de la ficción o el de la realidad, si nos encontramos en una situación quijotesca o pigmalionesca; si podemos fundar una familia con esa mujer que acabamos de convertir de escultura en realidad o no. Esa incertidumbre es característica de una gran cantidad de textos escritos en el siglo XX, siendo el más famoso El Golem (1915), de Gustav Meyrink, de donde proviene el nombre del “efecto”.

¿Es la constatación de esa incertidumbre lo que define al “efecto Golem”?
Es que uno no sabe si los personajes salen del marco de la pantalla o si son los espectadores los que entran en ese marco. Todo ocurre cuando las referencias del umbral que separa a la realidad de la ficción comienzan a desdibujarse. Y cuando eso sucede, uno ya no puede determinar si los personajes salen o los espectadores entran.


 -Publicado en semanario Brecha el 16/XII/2016.
-Foto: © Alejandro Ferrari